17 Mar LA CRISIS: MORIR PARA NACER – Enrique Martinez Lozano
Cuando no le queda otro camino, el anhelo (la vida) se disfraza de crisis, buscando sacarnos de la provisionalidad en la que nos habíamos instalado como si fuera nuestra meta definitiva.
En efecto, si algo tienen en común todas las crisis ―cualquiera que sea el aspecto afectado― es el hecho de que el yo se ve debilitado. Es él quien realmente se siente cuestionado y revuelto cuando tiene un contratiempo en sus bienes, en su salud, en sus afectos, en sus proyectos, en su imagen.
Al entrar en crisis, caen las “certezas” anteriores, se hace presente un oleaje emocional más o menos intenso, y se producen reacciones que, en un primer momento, serán un reflejo de la historia psicológica del sujeto. Poco a poco, si la persona no huye, se empieza a percibir la extrema fragilidad y vulnerabilidad del propio yo.
“Al debilitar el yo, la crisis nos permite ver su inconsistencia.”
Se trata de un momento crucial, que puede decidir el futuro de quien se halla en esa situación. Si la ve como “oportunidad” y pone los medios adecuados, saldrá de ella fortalecido y, lo que es más importante, con una consciencia más clara de su propia identidad.
Al debilitar el yo, la crisis nos permite ver su inconsistencia. Se trata de aprovechar ahora ese impacto, para tomar distancia de él, y aprender a descansar en la nueva identidad que se empieza a percibir.
En el momento mismo en que descubro que no soy la mente, empiezo a ser dueño de ella. Y a partir de ahí, bastará un toque de atención para no reducirme nunca más a ella ni a sus contenidos (pensamientos, sentimientos, emociones, reacciones…). Si hasta ese momento era la mente la que gobernaba mi vida, sin ni siquiera darme cuenta, a partir de los mensajes y hábitos con los que había crecido, ahora he descubierto y experimentado mi libertad frente a ella, desde la emergencia de la nueva identidad que se me ha regalado: Eso que la observa.
“En el momento mismo en que descubro que no soy la mente, empiezo a ser dueño de ella.”
Indudablemente, la inercia mental sigue siendo fuerte. Por eso habrá que poner todo el cuidado en no perder ya esa distancia con respecto a ella, o lo que es lo mismo, aprender a anclarse en la nueva identidad descubierta, que tiene color de misterio y sabor de ecuanimidad.
Una vez experimentado, se trata ahora de un ejercicio constante de adiestramiento para no dejarse encerrar de nuevo en la identidad egoica, sino salir de ella en cuanto detectamos el encierro. El objetivo que buscamos no es “sentirnos bien”, sino permanecer en contacto con quienes realmente somos. Todo lo demás se nos irá dando.
Para la persona que permanece anclada en su verdadera identidad todo está bien. Permanece ecuánime e inalterable en toda circunstancia, no por un esfuerzo especial, sino porque se halla en un “territorio” donde no cabe la alteración.
Desde ese “lugar”, se descubren dos cosas: que uno solo puede vivirse como “cauce” a través del cual todo fluye ―ya no existe un yo protagónico―, y que esa identidad no-dual es “compartida”: nadie ni nada quedan fuera de ella.
Quien ve esto, ha salido del sueño mental, ha dejado de lado las obsesiones del yo; ha despertado.
Pero, para llegar aquí, normalmente el yo ha tenido que “debilitarse”, verse frágil y vulnerable. Porque el paso de un nivel de consciencia al otro ―del mental al transpersonal― es una “muerte”. De nuevo la paradoja: no podemos nacer a quienes somos sin “morir” a lo que creíamos ser.
“El objetivo que buscamos no es “sentirnos bien”, sino permanecer en contacto con quienes realmente somos.”
Como nadie quiere la propia muerte ―ni siquiera, o mucho menos, el yo―, es comprensible que aparezcan numerosas y poderosas resistencias, algunas de ellas muy rebuscadas: son estratagemas del yo para no desaparecer.
Por eso, en esta etapa, se necesita mucha lucidez y fuerte motivación. Para empezar, es importante no olvidar que se trata de una muerte, la muerte de la identificación con aquello que creíamos ser: no hay ascesis mayor. Cuando el yo grita por sus “derechos” ―sobre todo cuando, en medio de la crisis, se siente devaluado, despreciado, utilizado…―, es necesario saber “acompañarlo”, con amor compasivo, en ese proceso de muerte: el hecho mismo de favorecer un sentimiento amoroso hacia él hará que la capacidad de amar se despliegue en nosotros. Desde esa actitud amorosa, hay que comprender sus gritos, pero sabiendo que no contienen la verdad; con mucho respeto, pero con firmeza: ese yo que grita y exige… necesita y merece mi cuídado, pero… no soy yo.
Ser conscientes de ello nos permitirá mostrarnos pacientes con el proceso y con nosotros mismos, aceptar mejor las dificultades y resistencias que conlleva, y asumir el dolor y la desesperación que toda muerte implica.
“No podemos nacer a quienes somos sin “morir” a lo que creíamos ser.”
Ese es el significado del coránico “morir antes de morir”: dejar todo aquello (material o inmaterial) a lo que estás apegado. El desapego siempre cuesta y duele; puede llevar aparejadas, inicialmente, sensaciones de pérdida, tristeza, apatía…, que serán más o menos intensas según haya sido la historia psicológica de la persona, fundamentalmente sus primeras experiencias afectivas. Es bueno saberlo y aceptar el “duelo” que el desapego suponga.
En ese desapego ―en realidad, siempre que el yo se ve amenazado en lo que cree que es bueno para él: cuando se ve frustrado en lo que posee, en lo que ama, en aquello a lo que, quizás sin ser consciente, estaba aferrado―, aparecerán sensaciones desagradables, cuando no angustiantes y amargas.
Pues bien, desde el propio yo no hay salida definitiva. Se podrá trabajar en la reeducación, en el ajuste de sus propias “creencias irracionales”, como propone la escuela cognitivo-conductual. Pero la liberación únicamente se produce cuando es posible la desidentificación del propio yo. Al deshacerse esa identificación ―ha “caído” el yo, queda Consciencia―, la persona puede decir: ahí está la sensación desagradable, no la niego ni la reprimo, pero yo no soy ella, la puedo observar y no me afecta en quien realmente soy.
“El que muere antes de morir, cuando le llegue la muerte, ya no morirá.”
Dicho de otro modo: la muerte del yo solo es posible cuando y porque la persona ya se ha desidentificado de él, es decir, vive en la nueva identidad que lo trasciende. Morimos a lo menos porque hemos experimentado lo mas.
No se trata, por tanto ―y una vez más―, de voluntarismo, sino de comprensión, es decir de sabiduría, que nos ha hecho descubrir y reconocernos en nuestra identidad profunda. Desde ella, el yo ―la mente, como antes el cuerpo― es visto como un “objeto” que tenemos, pero que no somos. Y la propia muerte es trascendida, porque ―en línea con el hadid islámico: “muere antes de morir”―, el que muere antes de morir, cuando le llegue la muerte, ya no morirá.
– Enrique Martínez Lozano | Extracto del libro: crisis, crecimiento y despertar
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